El trabajo que haces, la persona que eres

In Catalejo by Jose PeinadoLeave a Comment

Artículo de la escritora Toni Morrison en The New Yorker para reflexionar sobre la identidad personal y lo ligada que está a la educación y a la familia. También como recordatorio para los que pierden el norte cuando la ambición profesional distorsiona los principios. Incluso con la mejor de las preparaciones, puede que en la vida no llegues nunca a tener un trabajo a la altura de tus expectativas, con el que mejor te sientas identificado, con el que más disfrutes o con el que más dinero ganes.  También es probable que te toque hacer trabajos que no necesariamente sean con los que te sientas más realizad@. La importancia de no perder la perspectiva de quién es uno mismo es fundamental para afrontar lo que toque.

A continuación la traducción. Aquí el original.


Todo lo que yo tenía que hacer por dos dólares era limpiar la casa de ella durante unas horas después del colegio. Era una casa hermosa, demasiado, con un sofá cubierto de plástico y sillas, moqueta azul y paredes blancas, una estufa de esmalte blanco,  lavadora y secadora, ese tipo de cosas que eran comunes en su vecindario pero no en el mío. En plena guerra, ella tenía mantequilla, azúcar, carnes y medias de costura. Yo sabía cómo fregar el suelo de rodillas y cómo lavar la ropa en la pila, pero no había visto nunca una aspiradora Hoover o una plancha que no se calentara al fuego.

Parte de mi orgullo de trabajar para ella fue ganar dinero que podría malgastar: en películas, dulces, caprichos, cucuruchos de helado. Pero gran parte de ese orgullo se basó en el hecho de que yo daba la mitad de mi salario a mi madre, lo cual significaba que parte de mis ganancias se utilizaron para el pago del seguro y en cosas cosas reales como lo que se debía al lechero o el hombre del hielo. El placer de ser útil para mis padres era muy profundo. Yo no era como los niños de los cuentos: demasiadas bocas para alimentar, la molestias de educarlos, causantes de tantos problemas que eran abandonados en el bosque. Tenía un sitio en la familia,  tareas y rutina en mi casa, y conseguía una sonrisa como gesto de aprobación de los adultos. Confirmaban que yo era más un adulto que una niña.

En aquellos días, los años cuarenta, los niños no encantaban o gustaban, simplemente eran necesarios. Podían ganar dinero, podían cuidar a los niños más pequeños que ellos, podían trabajar en la granja, cuidar del rebaño, hacer recados y mucho más. Sospecho que hoy en día los niños no son necesarios de la misma manera. Hoy son amados, adorados, protegidos y ayudados. Eso está bien, pero . . .
Poco a poco fui mejorando en la limpieza de su casa, lo suficiente para hacer más cosas,  muchas más. Se me ordenó llevar estanterías arriba y, una vez, mover un piano de una habitación a otra. Me caí cargando las estanterías. Y después de empujar el piano los brazos y las piernas me dolían mucho. Quería negarme, o al menos quejarme, pero temía que me despidiera,  que iba a perder la libertad que me daban aquel par de dólares, tanto como el lujo de estar en su casa, aunque ambas cosas se fueron erosionando lentamente. Ella comenzó a ofrecerme su ropa por dinero. Impresionada por esas ropas gastadas, que aún así eran preciosas  para una niña que solo tenía dos vestidos para ir al colegio, le compré unas pocas prendas. Hasta que mi madre me preguntó si realmente tenía tantas ganas de trabajar a cambio de ropa usada. Así que aprendí a decir «no, gracias» a la oferta de un suéter desteñido a cambio de un cuarto de paga semanal.
Aún así yo tenía problemas para reunir el coraje suficiente de discutir u objetar las crecientes demandas que ella me hacía.  Y sabía que si le contaba a mi madre lo infeliz que era ella me pediría que lo dejara. Entonces, un día, sola en la cocina con mi padre, deje caer algunos lamentos  sobre mi trabajo. Le di detalles y algunos ejemplos de lo que me preocupaba y aunque él escuchaba atentamente, no vi ternura en sus ojos. Nada de «Oh, pobrecita.» Tal vez entendió que lo que yo quería era una solución al trabajo, no una vía de escape. En cualquier caso, él dejó su taza de café y me dijo: «Escucha. Tú no vives allí. Vives aquí. Con tu gente. Vas a trabajar, consigues dinero y vuelves a casa».
Eso fue lo que dijo. Esto lo que yo escuché:
1. Cualquiera que sea el trabajo, hazlo bien, no por tu jefe sino pensando en tí mismo.
2. Tú haces el trabajo, el trabajo no te hace a ti.
3. Tu vida real está con nosotros, tu familia.
4. Tú no eres el trabajo que haces; eres  la persona que eres.
He trabajado para todo tipo de personas desde entonces, brillantes y no tan brillantes, agudos y menos listos, con gran corazón y también con insensibles. He tenido muchos tipos de trabajo, pero desde esa conversación con mi padre nunca he considerado que el nivel de mi trabajo es la medida de mí misma, y nunca he situado la seguridad de un trabajo por encima del valor del hogar.

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